El momento que más he tenido miedo en este viaje fue en Perú, a unos 10 km de un pueblo llamado Santa Isabel, cuando iba de Arequipa a Puno en mi Honda. Llegué ahí porque el destino, sí o sí, quería ponerme esa prueba.
Todo comenzó el día de la salida: la moto ya estaba cargada y había hecho el check-in en el hostel cuando me di cuenta de que amaneció pinchada. Era domingo, o sea, todo estaba cerrado. Con miedo de dañar la llanta, arranqué la moto y empecé a buscar dónde arreglarla. Pregunté a un par de personas y un venezolano que trabajaba en un semáforo me recomendó un taller a pocas cuadras.
Por fortuna, el lugar estaba abierto. Tuve que esperar un poco —claro, era el único abierto—. El mecánico, Augusto, fue quien me salvó. Charlamos de mi viaje; me contó que le encanta viajar y que estaba empezando en bicicleta para conocer su Perú. Tardó alrededor de dos horas haciendo el trabajo con mucha delicadeza, aun cuando yo era el último que iba a atender. Entre risas me dijo: “Aprovecha ahora que no tienes hijos.”
Cuando saqué la moto y ya la estaba alistando de nuevo, pensaba hacia dónde ir. Tenía muchas ganas de conocer un lugar nuevo y, a la vez, ansias enormes de cruzar frontera hacia Chile. El viaje decidió por mí: apareció otro motero, Jorge, en una BMW, que andaba buscando dónde montar una llanta para una rodada del fin de semana. Después de casi una hora hablando de motos, viajes y lugares imperdibles, me recomendó ir de Arequipa a Puno por trocha, la 34C, una ruta poco transitada. En Perú, todo lo que sea número + B/C/D suele ser pura sufridera para transitar, pero te recompensa con paisajes espectaculares.
Los primeros kilómetros fueron hermosos: pasé de los 2000 msnm a 4500 msnm (o más, creo) por un paisaje de alta montaña: frío, pastos verde-amarillentos pálidos, llamas y vicuñas cruzando de vez en cuando.
Lo feo llegó con la noche. Por tomar fotos y volar el dron, consumí más tiempo de lo normal. Cuando cayó la oscuridad me entró el desespero: no llevaba equipo para pasar la noche a esa altura y el frío pegaba duro (serían ≈5 °C hacia las 6:30 p. m.). A medida que la visibilidad caía, empecé a cometer errores más graves.
En un momento no vi una bajada por donde pasaba un río. Iba por ahí a 50 km/h o más —de noche, solo y en trocha—, una irresponsabilidad. Estuve a nada de salir volando de la moto; no sé cómo me salvé de caerme. Logré controlarla por unos 10 o 15 metros, cuando todo pintaba para terminar en el suelo.
Después del susto me obligué a bajar el afán. Tenía gasolina; era cuestión de paciencia. Paré, respiré, estaba bajo un cielo super estrellado, comí algo y, tras unos 15 minutos, retomé el camino.
Aunque la ansiedad bajó un poco, seguía presente acompañandome como copiloto. Tras unos 20 km, me crucé con un grupo de personas saliendo de lo que parecía su trabajo, y eso me aceleró el pulso: sentí que ya estaba cerca, quise llegar rápido. El frío de altura se estaba poniendo cada vez más difícil (si has estado en Bolivia, sabes de qué hablo).
En una curva se juntaron todos mis errores. El grupo me rebasó y levantó una nube de polvo que se mezcló con la niebla que ya aparecía. En vez de bajar la velocidad, intenté seguirles el ritmo, guiándome solo por sus luces de freno y por las de un auto, sin considerar que yo no conocía el camino. No sabía que había un río y un derrumbe justo a mitad de una curva.
Sin visibilidad, entré demasiado rápido. Un montículo de tierra me hizo perder el control y salí volando hacia el costado derecho. Por suerte, no había un abismo.
Cuando me paré a revisar la moto —quedó boca arriba—, toda calma desapareció. El miedo tomó el mando y la angustia lo asistía. Empecé a oler gasolina (llevaba un galón extra en un bidón sujeto en la parte delantera) y pensé que se había roto el tanque. Imaginé tener que empujar 200 kilos durante quién sabe cuántos kilómetros, con un frío cada vez más intenso. La respiración se aceleró; solo se me ocurrió pitar y gritar pidiendo ayuda, esperando que la cola del grupo me escuchara. Pero no fue así. Minutos después pasó una van de transporte escolar (no sé si de empresa); les pedí ayuda y no se detuvieron. Ahí el miedo llegó a su pico.
Cuando volvió el silencio, también volvió cierta tranquilidad. Saqué el equipaje, puse la moto de pie y me di cuenta de que el tanque estaba intacto. No encendía porque tenía el cortacorriente/encendido bloqueado. Me dio risa ese episodio de pánico desenfrenado que hacía rato no sentía. Respiré hondo y seguí. Me volví a reír cuando, unos 5 km después, entraba al pueblo.
Así, lo que Waze decía que eran 4 horas entre Arequipa y Puno se convirtieron en 10 horas en total: miedo, riesgo y una ruta de alta montaña donde casi no pasaban vehículos.
Moraleja: Bajar revoluciones también es avanzar.